Un primero de mayo de 1976.
30 de abril de 1976, mañana – Tomo la decisión de no asistir a la manifestación obrera del uno de mayo de este año. ¿Razón? No asisto a ninguna cosa que no sea por la amnistía y que no sea una manifestación unitaria, general y cerca de Barcelona. Es el criterio drástico que sigo ante una continuada avalancha de invitaciones de todo tipo. Aun así es una decisión a regañadientes. Yo bien querría asistir.
30 de abril, tarde. – «No sufras. Se anuncia bajo mano que la manifestación si no puede acabar en el Arco del Teatro acabará ante la prisión Modelo».
30 de abril, anochecer. – (Confidencial) «Ha llegado de Madrid luz verde al Gobernador Civil de Barcelona para qué actue con manos libres contra los Captaires de la Pau (Mendigos de la Paz), a propósito de la manifestación de mañana. Si hay que darles un escarmiento, que se les de».
1 de mayo, 9 horas. – Los Captaires de la Pau forman como cada día ante la Modelo, excepto Eulàlia Marimón que está en Bilbao en una gestión sobre subnormales.
11 horas. – Eulàlia Rubió marcha a pie a la Manifestación. Ferran Garcia Fària, lo hará en coche. Yo paseo arriba y abajo, toda la mañana, inquieto. Tengo el corazón en la manifestación.
13 horas. – Van llegando contusionados. Golpes de porra, balas de goma, tobillos luxados. Me van avisando que a las 14h30' la manifestación llegará a la Modelo. Presentimiento de que la tormenta se acerca para mí.
14h30' horas. – Insignificante aumento de los Captaires que circulan ante la prisión. En las calles inmediatas se ve inusitada aglomeración de gente. Aparecen en las dos bocacalles autocares y jeeps con policías. Dos 091 pasan y repasan con los cañones de las escopetas de pelotas de goma amenazantes por las ventanas. Disparan al torcer la esquina. Huye la gente de los entornos. Los Captaires de siempre pasean impávidos. Yo, para evitar complicaciones, paseo solo. Inmediatamente un grupo de policías con casco barre la acera de abajo arriba, con la dureza que les ha caracterizado toda la mañana. La gente huye o se refugia en los bares. Los policías, al encontrarme, me piden la documentación. No la tengo.
– Soy Xirinacs. Y siempre estoy aquí.
– Pues circule.
Me siento en el suelo justo en un portal. Escondo la cabeza con las manos. Dos golpes de porra en los hombros.
– Dejen, dejen, – dice un coronel que aparece en segunda fila dirigiendo la operación – ¡Deténganlo!
Y se me llevan en un «jeep» de abajo. Dentro del «jeep»:
– Su documentación.
Silencio. Solemne bofetada en la mejilla izquierda. Me saco las gafas y las dejo encima de la butaca. Registran la bolsa.
– ¡Quítese la chaqueta!... ¡Quítese el jersey!... ¡Las botas!... ¡Los calcetines!
Y así sucesivamente hasta dejarme en calzoncillos. Me mantienen así un cuarto de hora. Lo comunican por radio-teléfono a la central. Después me ordenan de vestirme y me pasan a otro «jeep». Mientras aparece una barra de hierro, larga de dos palmos con unas hembras colladas en un extremo. Lo juntan con el Nuevo Testamento y un cuaderno que llevo en la bolsa. Yo permanezco mudo. Me trasladan a otro jeep y hacia la Jefatura Superior de Policía (Vía Laietana).
15 horas. – Ingreso en Vía Laietana. Antes de tomarme la filiación me hacen pasar a una «sala de espera». Unas catorce personas ya están. Se trata de otros detenidos de la manifestación. Los tienen de cara a la pared, brazos bien en alto, dedos de las manos muy abiertos puestos en la pared y piernas muy abiertas. La posición es forzada al máximo. Quién se recoge lo más mínimo recibe una lluvia de golpes de porra. A mí también me ponen, con los mismos malos modos. He pasado muchas veces por «Jefatura». Hoy, por primera vez se han acabado los privilegios del clero. La guardia de esta «antesala» es a cargo de policías armados. He tardado unos pocos minutos en darme cuenta en donde me habían metido. Era el lugar del silencio total de los visitantes. El terror, el miedo radical se masticaba en el aire. Extraños ruidos me empiezan a llegar, golpes secos de porra, golpes semisecos de pisadas, golpes blandos de puñetazos o de golpes de codo, golpes puntiagudos de puntapiés. Entran más guardias. Gritan. Yo me convierto en el centro de sus ásperas conversaciones. Se acercan los insultos. De repente uno me pisa un pie con toda la furia. Retiro el pie instintivamente. Golpes de porra y el pie vuelve a su lugar. «¡Piernas más abiertas!» puntapiés en los pies. «¡Manos más arriba!» y golpes de porra en los hombros, los brazos, las piernas. Marcha la tempestad. Se escuchan los golpes más lejos. Otros compañeros reciben. Nadie se queja. Son unos valientes. Hay dos mujeres. Parece que a ellas no las pegan, pero las mantienen en la posición obligada. Vuelve la tempestad. Patadas detrás de las rodillas. Más golpes de porra. Otra pisada, con el talón, concienzudamente. El retumbar de comentarios insultantes y a veces va marchando y viniendo. Toca a todos. Cinco veces me pisotean, siempre en el mismo pie. Cuatro veces, puntapiés detrás de las rodillas. Dos veces puntapiés en las partes, ambos me arrancan un grito. Una patada en el pecho que me deja una costilla muy resentida. Muchos golpes de porra, uno de ellos especialmente violento en el muslo derecho me hace doblar las piernas y caer arrodillado. El punto culminante es un brutal puñetazo en el hígado, de abajo arriba, que me hace caer en el suelo con la boca abierta, los ojos abiertos de par en par, la respiración en suspenso sin poderla continuar. Los verdugos retroceden, ¿asustados?, miran a distancia el efecto. Recupero la respiración. Se lanzan sobre mí y me obligan de nuevo a ponerme contra la pared. La circulación de la sangre ya no sube a las manos, las tengo muertas. Los brazos me tiemblan. El sudor se me mete en los ojos. Un compañero hace un grito para que no me peguen más. Le pegan a él. Siguen pegando a los otros a diestro y siniestro. Yo no puedo mirar a ninguna parte. Me mareo. Las dos mujeres piden telefonear a causa de los hijitos. No se lo dejan hacer. Se escuchan los orines de alguien que gotean. El guardia se ríe. Me acusan de llevar una barra de hierro en la bolsa. «¡Vaya un mendigo de la paz!»: Me pegan como si fuera con un hierro. Mientras, van gritando, uno a uno, a los detenidos para hacerles la filiación. Van marchando los compañeros. Finalmente: solo resta otro cura –¿Villar?– y yo. También le gritan a él. Hasta aquí todo su testimonio de lo que ha pasado. Después resto yo solo. Alguna patada y algún golpe de porra más. Los brazos y las piernas me tiemblan. Estoy a punto de caer. ¡Me gritan! Me giro. El mundo rueda. Bajo los brazos, me parecen muertos. No reaccionan. Las piernas no me obedecen. Paso entremedio de dos filas de policías armados que observan el efecto de su trabajo, haciendo tumbos. Parezco ebrio. Me hacen la zancadilla. Todo ello en una hora y media.
16h30 horas. – Y entro en el despacho. El inspector, de paisano, quiere tomarme la filiación. doble fila, arrambados en la pared quizás quince policías, algunos con látigos en las manos. El inspector pregunta mi nombre. No le respondo. Suena un latigazo contra la pared. Me dice:
– «Sólo es el nombre, hombre, ya sé que usted nunca declara a la policia, pero ésto no es la declaración, sólo los datos personales».
Debilitado por los golpes cedo y digo la filiación. «Pero de declaración no haré ninguna», pienso.
Me vuelven a la habitación fatídica. Por las manos ya me vuelve a circular la sangre. De momento otra vez contra la pared. Pero ponen un policía bondadoso de vigilancia. Me hace sentar. Dice que me ponga cómodo. Me deja que apoye la cabeza en la pared. Debo de ofrecerle un aspecto deplorable. Me ofrece un pitillo.
– Ya ve que lo trato bien. ¿Por qué se mete en esos líos?
– Por conciencia.
Van viniendo desgranados policías de la brigada social. Insultan. Provocan. Uno me arranca pelos de la barba, otro del bigote, otro me coge por los cabellos y me arranca haciendo estribadas. El policía armado les dice:
– Déjenlo ya. Ya le han cascado bastante antes.
– Que rece a Dios para que lo salve.
Otro en tono socarrón:
– Padre perdónalos porqué no saben lo que hacen.
Otro viene con una larga bandera roja capturada en la manifestación, me la pone muy puesta que me cubra todo el traje y me la enrolla por el cuello como una bufanda. Después me pone encima de las piernas el diario «Avui» y empieza el hazmerreír y la befa:
– Cura rojo, ahora estás bien en tu elemento.
Marchan, y al cabo de un rato me saco la bandera y el diario y los dejo encima de otra silla.
17h30' horas. – Sientan a mi lado un chico detenido de unos 18 o 20 años. Tiene las muñecas de las manos hinchadas de las esposas. Le dicen:
– Confiésate con el cura.
Después vienen unos quince policías de la social, todos ellos de 30 a 50 años, impresionantes y, mientras uno de ellos parece dialogar conmigo razonablemente, todos los otros me agobian a gritos, insultos y amenazas. Yo me mantengo con la vista baja. Uno me quiere dar la mano. Rehúso con riesgo. Otro me coge toscamente por la solapa, me obliga a levantar los ojos y a mirarlo cara a cara y me amenaza de muerte. Todos insisten en que en la bolsa tenía una barra de hierro y montones de propaganda subversiva. Después de una hora de bombardeo uno los hace marchar.
18h30' horas.– Dan la libertad al chico que se sentaba a mi lado, después de amenazarlo. A mí me hace mucho daño el hígado. Tengo la pierna infladísima. Y la bota –¡protectora bota!– no puede contener los dedos del pie derecho magullados. Escucho por la ventana los gritos y los golpes de los interrogados y de los interrogadores respectivamente. Estoy fuertemente deprimido. Que valiente es la gente de ETA, Téllez, Plata y tantos otros que soportan días y días de tortura. ¡Qué débil me siento yo!
Aparece el Inspector Peña, viejo conocido mío de la casa. Lleva un proyecto de declaración mía en la mano.
– ¿Firmará?
– Ya sabe Ud. que no – digo rompiendo mi silencio clásico por segunda vez.
Sigue un diálogo y marcha.
Viene otro, muy serio. Dialoga con respeto. Hablamos de política, después del evangelio, después de los motivos de mi lucha.
Marcha todavía más serio. Escucho que habla a otros. Los gritos de los otros bajan de tono. La Jefatura se vuelve silenciosa. Vuelve Peña. Le digo:
– Ustedes siempre me hace la propaganda con sus absurdas intervenciones.
– Vaya. Si Ud sale por todos los periódicos.
– Uds. lo provocan. Yo me puse ante la Modelo sin avisar a la prensa.
– ¿Se cree Ud. un héroe?
– No, soy un hombre que ha tenido més oportunidades que otros...
– Bien, le doy la libertad si no va a ir a más manifestaciones, ni vuelve a la prisión Modelo.
– Ud. sabe bien que yo volveré a la Modelo.
– Es que hoy es un mal día.
– Ah, pensé que me lo prohibía para siempre.
– No, me referia a hoy.
Pensé que de todas formas no me encontraba bien para volver a la Modelo y que de lo contrario me retendría unas horas más, hasta las 9. Cedí.
– Iré, hoy, a casa.
19 horas.– Salgo a la calle, en medio de una doble hilera de sociales silenciosos. Quizás es ilusión mía, pero me parece adivinar que me respetan.
En la calle el mareo y el daño que me hace todo el cuerpo me hace hacer eses. Marcho muy poquito a poquito sin girarme. Ante la Caixa se me acerca un desconocido. ¿Me esperan los ultras? ¿Me volverán a pegar? Manía persecutoria. Paranoia incipiente que durará varias horas. Es un amigo que me ofrece coche. Lo rehúso. A pesar de me que hacen mucho dolor el pie y la pierna, más me estimo andar poquito a poquito hasta el metro y hasta casa. El veneno va saliendo...
20 horas. – Llego a casa sereno. Pero algo ha cambiado en mí que difícilmente desaparecerá, ¿Soy demasiado sensible? Y los niños de 20 años, ¿que habrán sentido? Yo tengo 43. ¿Y los obreros que hace cientos de años que son torturados? ¿Son de piedra?
Lluís Maria Xirinacs.
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