Carta a un policia armado.
(Traducción al castellano del original en catalán).
Barcelona, 21 de marzo de 1976.
En la calle Entenza, delante de la prisión Modelo.
A un policía armado,
Me cuesta hablar contigo. Me han pedido que te escriba una carta y, sinceramente, me cuesta. ¡Te encuentro tan lejos! Tu siempre hablas en castellano, yo en catalán. Te estoy escribiendo en catalán y me produces extrañeza. No había hablado nunca a un policía en catalán. Parece absurdo. Y, en realidad, el absurdo es que en mi país no haya policías de mi país. Yo os conozco bastante bien porque he estado ocho veces en comisaría, porque he hecho con vosotros un viaje en coche de Girona a Zamora y de Barcelona a Madrid, porque he mantenido largas conversaciones con vosotros en el Hospital Clínico, donde me mantuvieron incomunicado unos cuantos días, ya hace cinco años. Muchas, muchas veces he entrado en contacto con vosotros, con vuestras porras, con vuestras atenciones, con vuestros empujones, con vuestros problemas familiares, con vuestras patadas, con vuestras preocupaciones íntimas. Os conozco bastante bien. Os he estado observando largamente desde la ventana enrejada de la prisión de Carabanchel, mientras día y noche montabais la guardia en las garitas de la muralla o cuando, de 9 de la mañana a 9 de la noche, metidos en el coche patrulla blanco, vigilabais los «captaires de la pau» («mendigos de la paz») que montan la guardia, mientras esperan la amnistía, ante la prisión Modelo de Barcelona. Y os conozco por muchas cosas más que alargarían demasiado esta carta. Me gusta conocer las personas de cerca. Y os amo profundamente. Hay gente que os tiene un odio concentrado, otros os tienen compasión, otros son amigos vuestros, otros son vuestros amos y os utilizan. Yo no tengo por ahora ningún policía amigo, pero os amo profundamente. todavía no se ha inventado ningún estado en el mundo sin policía. Es posible que algún día esto llegue. Hoy, no. Los policías son necesarios. Hacéis, pues, un servicio y hay que tenerlo presente. Un día, estaba yo detenido dentro de un coche patrulla, un «gris» a cada lado en el asiento de atrás, estrechos, y el «cabo» y el «chófer» delante. El jefe manipulaba el radioteléfono. Se oía la voz de «Jefatura» ordenando a un coche patrulla acudir a salvar una viejecita intoxicada por un escape de gas en un piso de la calle Menéndez Pelayo.
–¿Veis como los policías también hacemos cosas buenas?–
Me dijo el jefe. Yo no le respondí porque guardaba silencio en protesta de la injusta detención mía. Pero era bien cierto.
Los policías también hacen cosas buenas y además cosas heroicas.
Otro día, delante mío, un policía como tu se sacó la porra y, sin avisar, se puso a pegar a la gente que estaba conmigo. Yo le grité:
–¡Esto está muy mal hecho!–
Él me hizo:
–Todo lo que hace la policía está muy mal hecho.–
–No. La policía hace cosas bien hechas, pero esto está muy mal hecho.–
Y marchó sin picar más.
La policía hace cosas bien hechas y además, por desgracia, es necesaria. Mucha gente que odia la policía, que la critica o que grita en las manifestaciones: «¡disolución de cuerpos represivos!» o «policías asesinos», quizá no piensa que, gracias a innumerables servicios de la policía, frecuentemente ignorados, restan atendidas muchas necesidades, que de otra forma producirían graves inconvenientes a la población. La policía ayuda en muchas necesidades, atiende a muchos accidentes, evita muchos accidentes. Ésta es la razón de la existencia de la policía. Es un servicio para el pueblo.
Pero los poderosos, escudados en este servicio, hacen servir la policía para imponer a los débiles la ley del más fuerte. Es una operación trágica. Gente del pueblo, frecuentemente la más pobre, la más oprimida, es comprada con un atractivo sueldo de 25.000 pesetas al mes –¡nunca habían visto tanto dinero junto!– para ir contra el pueblo, contra los compañeros y en favor del opresor del pueblo, del opresor de los compañeros. Esto, si se hiciese con plena conciencia, tendría un nombre: Traición. Pero quién entra de policía, debido a la miseria y a la ignorancia que sufre, no sabe lo que hace. Su traición al pueblo no es consciente. Y después, una vez dentro del cuerpo, los superiores ya velan suficientemente para llenarle la cabeza de ideas de odio contra los trabajadores, contra los estudiantes, contra los manifestantes, contra los partidos políticos del pueblo, contra el mismo pueblo. La obra maestra de los poderosos es conseguir enfrentar el pueblo contra el pueblo, mientras ellos se friegan las manos de satisfacción.
Yo amo profundamente los policías, pero no tengo ningún policía amigo. Jesús mandó de amar incluso los enemigos. Yo considero los policías enemigos del pueblo y, por lo tanto, enemigos míos. Quiero referirme a los policías de mi país. Son traidores al pueblo y, por lo tanto, enemigos. Muchos son traidores inconscientes, algunos son conscientes. Tarde o temprano os iréis dando cuenta del papel que os toca hacer en este país. Un triste papel.
–Pero la Iglesia también en España sirve a los poderosos.–
–Una gran cantidad de sacerdotes y de fieles nos hemos separado de este servicio y nos hemos pasado al servicio de los oprimidos. Vosotros, por eso, nos perseguís y nos odiáis. Yo he sentido de vuestra boca en «Jefatura»: «¡ya verás tu que mal la pasarás cuando se levante la veda de curas!». Creo que vosotros también habréis de dejar de servir los poderosos.–
–Yo he de mantener una familia y usted, no.–
–Poneros a trabajar en otro oficio.–
–No ganaríamos tanto porque no tenemos oficio.–
–Otros obreros lo hacen y también tienen hijos.–
Sí. Hacerse policía es una solución fácil, pero, en las actuales circunstancias, gravemente equivocada. Quizá son pocos tus compañeros que saben que son traidores al pueblo, pero inconscientemente sí que lo saben muchos. Se ve en vuestra mirada insegura. Se ve en el nerviosismo que tenéis cuando os veis obligados a detener un inocente. Se ve cuando marcáis distancias con la policía secreta de la brigada de investigación social. «Ellos cobran mucho y trabajan poco, nosotros cobramos poco y trabajamos mucho y, encima, nos tratan a patadas» me decía un policía armado, que me vigilaba en una de las celdas fatídicas de la Vía Layetana. Sabéis que sois traidores porque de otra forma no os atreveríais a pegar tan fuerte y tantas veces a gente pacífica y desarmada. Estáis inconscientemente disgustados con vosotros mismos. La vida os ha hecho caer en una ratonera. Os espanta la suerte acaecida por la policía salazarista portuguesa. Os habíais acostumbrado a actuar arbitrariamente sin consecuencias. Os habíais acostumbrado a obedecer sin pensar, incluso cuando aquello que os mandaban era algo monstruoso y inhumano. Habéis hecho cosas muy malas, durante demasiado tiempo y ahora la gente ya no dice: «este policía es malo», sino que dice: «la policía es mala». Ahora os sentís como una fiera acorralada y cargada de miedo. Os estáis volviendo extraordinariamente agresivos y peligrosos. Últimamente vosotros provocáis a la gente y la gente os provoca a vosotros: el pueblo contra el pueblo, mientras los poderosos se friegan las manos. ¿No os dais cuenta de la trampa?
Sois del pueblo, sois unos servidores del pueblo, habríais de sentir simpatía por las reivindicaciones populares, por los partidos y por las organizaciones sindicales populares, por los estudiantes preocupados por la situación de los oprimidos. Sois del pueblo y quizá venís de las zonas más oprimidas. ¿Porque no volvéis a poneros al servicio del pueblo oprimido haciendo todos los sacrificios que haga falta?
Antes de cerrar esta carta, escrita de pie derecho ante la prisión, interrumpida mil veces por las muchas personas del pueblo que se adhieren a mi petición de amnistía, te quisiera hacer una confesión extraña.
Me habéis pegado, me habéis detenido, me habéis insultado muchas veces. ¿Sabes que pienso, por ejemplo, cuando estoy encogido en el suelo, las manos en la cabeza para protegerla, mientras recibo la lluvia terrible de vuestros golpes de porra? Siento una honda tristeza de que os veáis obligados a pegarme. Me sabe mal ser ocasión de que perdáis vuestra dignidad de hombres pegando un compañero inocente e indefenso. Y me avergüenzo de la acumulación de ventajas que me ha liberado de verme obligado a ser policía de este régimen, mientras que vosotros, faltados de otras salidas, provenientes de tierras explotadas por gente de mi tierra y de otras tierras, os veáis forzados a hacer el triste papel que hacéis. Yo, rico de posibilidades, vosotros caídos en la ratonera fatídica de trinchadores del auténtico privilegiado. La injusticia que me ha hecho a mí hombre de carrera os ha hecho a vosotros hombres de la porra. Y esta injusticia clama venganza. Cuando me pegas, policía, sin tu saberlo, se realiza un acto de justicia. Tu te liberas de una justa ira inconsciente dándome golpes y yo me libro de una justa vergüenza de privilegiado recibiendo golpes. Cuando llegue la sociedad que yo quiero, tu no me pegarás porque no me tendrás envidia, porque tu y yo tendremos igualdad de oportunidades ante la vida.
Aquel día nos podremos dar un fuerte abrazo.
Lluís Maria Xirinacs.
Edición original: «Pax Christi».
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