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Artículos publicados en la revista Penedès Econòmic.
Lluís Maria Xirinacs.
Artículos publicados en el diario Avui, cuando Lluís Maria Xirinacs era senador independiente en las Cortes Constituyentes españolas, entre los años 1977 y 1979, traducidos al castellano.
Lluís Maria Xirinacs.
Artículos publicados en el rotativo Mundo Diario, cuando Lluís Maria Xirinacs era senador independiente en las Cortes Constituyentes españolas, entre los años 1977 y 1979.
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Publicaciones:
Lluís Maria Xirinacs.
Agustí Chalaux de Subirà, Brauli Tamarit Tamarit.
Agustí Chalaux de Subirà.
Agustí Chalaux de Subirà.
Agustí Chalaux de Subirà.
Magdalena Grau Figueras,
Agustí Chalaux de Subirà.
Martí Olivella.
Magdalena Grau,
Agustí Chalaux.
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Capítulo 3. Las dos caras de la moneda.
Esta ambivalencia de la moneda se debe al uso que se hace
de ella: instrumento de dominio, de poder, de corrupción... o instrumento
de intercambio, de responsabilización, de información compartida.
La ambivalencia de la moneda se debe al uso que hace quien la posee y,
sobre todo, quien la posee en cantidades suficientes para orientar su uso
predominante. En la mitología griega Plutón/Pluto era al
mismo tiempo el dios de los muertos y el de la riqueza, tenía dos
caras: una horripilante y una benevolente. Esta es la naturaleza trágica
de los instrumentos humanos. Esta ambivalencia divina se concreta a lo
largo de la historia en la «plutarquía»: el conjunto
de personas e instituciones de gobierno que tienen el poder a causa
de su riqueza, es decir, los poderes fácticos del dinero.
Esta terrible ambigüedad de la moneda ha ocultado, sin embargo, una
parte de la cara benevolente de Pluto: la responsabilización y la
información compartida. La palabra moneda procede del nombre latino
«Moneta» nombre de la fábrica de moneda en Roma. De
los posibles diversos orígenes griegos del nombre podemos derivar
diversas funciones: «Monas» (unidad de medida del intercambio);
«Monitore» (avisador-informador de que se realiza un intercambio).
La dificultad para afrontar la «bondad» de la moneda es
que también se ha de hacer frente a sus dos caras. En las culturas
en que se la considera imprescindible para los intercambios, es, a su vez,
acusada de ser el instrumento de muchos males. Pero esta ambivalencia no
es tenida en cuenta cuando se buscan remedios. Se considera que sólo
existe un único tipo de moneda posible que intrínsecamente
permite un doble uso, bueno y malo. Con esta argumentación todo
recae en la responsabilidad personal, en la moralidad de los políticos,
de los banqueros y de los empresarios. Moralidad que es siempre afirmada
y que no es puesta en entredicho por los escándalos que semanalmente
la prensa denuncia en uno u otro país y que afectan a miembros de
las clases dirigentes que se ven obligados, normalmente, a dimitir y basta.
Pero estos escándalos son seguramente la punta de un iceberg gigante
que afecta prácticamente a la totalidad de las personas que manejan
dinero. Y no porque falte moralidad o ética a la mayoría
de los mortales, sino porque, en sí mismo, el tipo de moneda dominante
es un instrumento perfecto para animar al más santo a hacer algo
«pequeño» o «grande» que no debería
hacerse. En el Estado de derecho, en el reino de las leyes, casi todo está
«tocado» directa o indirectamente por este tipo de moneda vigente
que no deja rastro.
Pedir moralidad y responsabilidad con este tipo de moneda es como pedírselas
a los presos en un campo de concentración donde hubiera pocos alimentos
y donde los presos tuvieran puñales (herramientas insuficientes
para escapar, pero vitalmente útiles para sobrevivir). Para sobrevivir,
cada uno en su nivel social, usamos la moneda como sea. No queda otro remedio.
Ahora bien, hay quien no sólo la usa para sobrevivir sino para asegurar
su nivel de bienestar y de poder. En el campo de concentración los
guardas aseguran su dominio fabricando puñales e introduciéndolos
entre los presos. La permanente pelea entre los presos es la mejor garantía
para los guardas del campo. El repartimiento de puñales, a determinados
grupos y con determinadas condiciones, establece dentro de los campos un
sistema de dominio más brutal que el del ejército por parte
de los pulcros y respetuosos guardas, mantenedores del orden público.
Algunas, pocas, muy pocas personas tienen mucho que ver con las grandes
operaciones especulativas de bolsa, las grandes empresas de explotación
de recursos naturales, los grandes negocios de fabricación y venta
de armas, o de producción y distribución de drogas, las grandes
redes de producción de información... Y tienen mucho que
ver, ya sea porque toman decisiones o porque son los propietarios. Pero,
en los dos casos, se trata de conseguir dinero y poder, o poder y dinero,
lo uno inseparable de lo otro. El dinero da poder y el poder se consigue,
se incrementa y se mantiene con dinero. Estas pocas personas -más
o menos anónimas, más o menos rivales, más o menos
promotores de organizaciones y empresas- son, de hecho, un gobierno en
la sombra que condiciona gran parte de las decisiones importantes. Son
el poder fáctico por excelencia que, directa o indirectamente presiona
a los gobiernos o coloca testaferros en los parlamentos e instituciones.
Es una gran mafia, -aceptada o perseguida- omnipresente en los lugares
clave. Sus formas más chapuceras son la mafia siciliana y los cárteles
colombianos. Las formas más refinadas son tan múltiples y
sutiles como lo permita cada sistema social (acostumbran a ser los «negocios»
de honorables banqueros, empresarios y políticos).
La mayoría de personas tenemos mucho que ver con que esta situación
sea así. La participación a pequeña escala, la pequeña
complicidad, (falsedad en la declaración de la renta, pequeños
trabajos de economía sumergida, propinas para conseguir favores...)
nos hace temer por la transparencia. Para poder mantener cada uno nuestro
pequeño juego oscuro, encubrimos el gran juego sucio que convierte
en absoluta nada los escasos beneficios que podamos obtener con nuestros
tejemanejes.
La otra cara de la moneda está por descubrir porque hasta ahora
era muy difícil siquiera imaginarla técnica y socialmente.
Y lo que no vemos o no podemos imaginar es como si no existiera. ¿Cómo
una pieza de metal o un billete de banco pueden ayudar a dejar rastro de
aquello para lo que han sido utilizados? ¿Cómo, a quienes
se benefician de esta situación, puede interesarles cambiar las
cosas?.
Parece claro que la plutarquía, el poder del dinero, no tiene
demasiado interés en la imaginación creativa y que no ha
hecho ninguna «convocatoria» para estudiar y proponer alternativas
a este tipo de moneda que les permite el juego (sucio) sin dejar rastro.
Pero también es posible que la complejidad del mundo actual y la
incapacidad intrínseca del tipo actual de moneda para hacerle frente
pueden estar empezando a poner en peligro su continuidad.
En
la misteriosa reunión de los tres grandes «banqueros»
(Deterding, Morgan y Finaly), los expertos les garantizaban que si racionalizaban
la moneda ganarían aún más dinero. ¡Curiosa
paradoja! El juego limpio no solamente es más saludable para el
cuerpo social sino que, incluso, según ellos, permitiría
aprovechar mejor la creación de riqueza. Gran parte de las incertidumbres
de las finanzas y de las inversiones, de las obligadas y arriesgadísimas
operaciones especulativas actuales se verían afectadas por un potente
y exacto sistema informativo que permitiría evitar, con mayor conocimiento
de causa, las grandes crisis y altibajos, y facilitaría el aprovechamiento
más racional de recursos mal utilizados.
Acostumbra a pasar que cuando se juega sucio en un sistema determinado
es porque quien no lo hace queda marginado. Esto quiere decir que no todo
el mundo tiene la voluntad de jugar sucio. En estos casos acostumbra a
haber un deseo de cambiar las reglas de juego y, sobre todo, que se establezca
la confianza mutua que permita saber que se velará eficazmente por
proteger las nuevas reglas de juego limpias. Pero, normalmente, este deseo
y esta esperanza se frustran si no se proponen y aceptan unas nuevas reglas
de juego que sean eficaces y que tengan un sistema de garantía de
su cumplimiento o, por lo menos, de penalización de quienes las
infringen.
Se trata, pues, de descubrir una cara de la moneda que a la vez favorezca
la libre creación de riqueza (dentro del marco ecológico
y solidario) y que para conseguir esto no sea necesario ensuciarse las
manos continuamente porque cada uno sabe «que todos saben»
que ya no es preciso hacerlo.
Problemas de este tipo son corrientes. Los más claros los plantean
los juegos de los niños:
- cuando empiezan un juego, todos procuran enterarse de las reglas. Quien
no las cumple es rechazado por los demás;
- cuando debido a algún incidente se introduce el juego sucio, pueden
ser capaces de detenerse y decir ¡basta! Vuelven a jugar bien y,
si es preciso, designan a un árbitro.
Pero en la vida de los adultos también hay situaciones «saturadas»
que no benefician a nadie y que sólo un cambio de marco, de reglas,
puede aportar una solución. Pero ha de ser un cambio igual para
todos, de lo contrario nadie quiere avenirse. También suele pasar
que nos cueste imaginar el nuevo marco porque el actual imposibilita una
clara implantación del nuevo. Veámoslo en el problema del
tráfico de las grandes ciudades. Las dos opciones, coche privado
o transporte público, tienen graves inconvenientes mientras se quieran
mantener simultáneas y compatibles. Las medidas que se implantan
para favorecer un sistema acostumbran a perjudicar el otro, hasta el punto
que los dos salen perjudicados. El transporte público de superficie
no puede ser eficiente mientras el transporte privado se lo impida. Y,
por lo tanto, los adictos al transporte privado, a pesar del suplicio cotidiano,
no se animan a vivir el suplicio del transporte público. El resultado
es el colapso permanente del sistema de transporte (con todo el sufrimiento,
gasto y perjuicios que ello comporta para todos; en cuanto a la calidad
del transporte nadie sale beneficiado, ni ricos ni pobres). Debe haber
quien salga beneficiado indirectamente (fabricantes de automóviles,
petroleros, ordenadores del tráfico, talleres...). Pero, incluso,
estos, a quienes en un primer momento de cambio parece que les tocaría
perder, es necesario que dispongan, con las nuevas reglas de juego y en
la medida de lo posible, de un lugar para vivir.
¿Cómo respetar a aquél que quiere, o necesita,
ir sólo, tranquilo, en un vehículo, de puerta a puerta sin
poner en peligro el conjunto del sistema de transporte? ¿Cómo
ofrecer, al mismo tiempo, un transporte colectivo eficiente, rápido,
económico que no se interfiera con el transporte personalizado?.
Hay una gama de soluciones técnicas que posibilitan una sustitución
de los vehículos privados por taxis o autotaxis y transporte público
subterráneo y de superficie, eficientes, no contaminantes y muy
económicos. Imaginemos que el millón de vehículos
que puede tener una ciudad, con un aprovechamiento de 1 a 2 personas por
vehículo se sustituye por una flota suficiente de taxis no contaminantes
(eléctricos, de hidrógeno...), esperando en paradas dispuestas
en cada esquina, que puedan circular juntamente con el transporte colectivo
por calles descongestionadas, sin coches privados circulando ni aparcados.
Unos taxis que puedan cargar paquetes grandes, una silla de ruedas, un
cochecito de bebé. Unos taxis que, según el cliente, puedan
hacer rutas diarias individuales o colectivas para ir y volver del trabajo.
Todas las ventajas del coche privado y pocos de sus inconvenientes. Además,
para quien no desee chófer ya existen unos autotaxis eléctricos
que funcionan con tarjeta monetaria inteligente que se pueden tomar y dejar
de/en múltiples aparcamientos. A fin de mes se paga el gasto de
transporte registrado en el cajero de cada autotaxi y en la propia tarjeta
(se explica su funcionamiento en el capítulo
17).
Éste es un ejemplo. Existen muchas soluciones técnicas
a punto que esperan la decisión política que permita a los
fabricantes entrar en acción para resolver la saturación
en las ciudades y para reducir la inevitable crisis del mercado de los
automóviles clásicos. Ninguna de estas soluciones es eficiente
si ha de competir con los atascos actuales. Y estos son los menos competitivos
y económicos de todos ellos, pero se mantienen por la inercia, por
el peso de los intereses creados y por la incapacidad del sistema democrático,
tal y como está estructurado, de tomar decisiones que vayan más
allá de los 4 años de mandato. Y esto cuando, curiosamente,
hoy en día, la mayoría de los grandes problemas sólo
se podrán resolver cambiando los marcos, cosa que acostumbra a necesitar
un acuerdo de más de cuatro años.
Ésta es, pues, la contradicción entre un sistema de toma
de decisiones que se ha convertido en obsoleto para tomar un tipo de decisiones
que superan el marco, los términos y la capacidad del propio sistema
de toma de decisiones.
En esta misma línea planteemos, ahora, la eficacia de los sistemas
económicos y políticos de este siglo. La valoración
de la mayoría de los responsables políticos es semejante
a la que se hace del tráfico urbano: ¡no va tan mal! Hay problemas
pero ya se van solucionando con cinturones de ronda, con nuevos aparcamientos,
con más informatización, con peajes automáticos...
Ahora que muchos consideran que el socialismo ha fracasado, convendría
establecer algún indicador para medir el grado de éxito o
de fracaso de los sistemas económicos y políticos para saber
si el capitalismo democrático es o no un éxito, si es el
menos malo de los caminos.
El Producto Interior Bruto y la renta per cápita, ¿son
buenos indicadores? Hemos de decir que no. Primero, porque en su cálculo
se suma como producción lo que debería restarse (descontaminación,
destrucción de recursos no renovables, gastos de enfermedad, de
armamento, hiperexplotación y pobreza de los habitantes de los países
proveedores de materias primas...) Segundo, porque en su distribución
la renta per cápita oculta las grandes diferencias entre clases
sociales. En el caso de Europa las cifras oficiales permiten contabilizar
al menos 90 millones de pobres, que se reparten, por un igual, entre el
este (socialista) y el oeste (capitalista). En la URSS, «según
fuentes soviéticas, un pocentaje superior al 20% de la población
-43 millones de personas- vive por debajo del nivel considerado de 'seguridad
material mínima1'».
El año 1985 sólo en la CEE «la pobreza afectaba a 44
millones de ciudadanos -el 14% de la población total2-».
Tendríamos que añadir a estas cifras todas las de los países
que no pertenecen ni a la CEE ni a la URSS. La pobreza impuesta, la indigencia,
el hambre, la miseria son un buen indicador del grado de ineficacia de
un sistema, y, en este sentido, tanto el capitalismo como el socialismo
reales, en el norte y todavía más en el sur, no consiguen
alcanzar el aprobado.
Así no puede decirse que el socialismo real sea un fracaso sin
reconocer, al mismo tiempo, que el capitalismo real en las metrópolis
y, sobre todo, en los países dependientes tiene tantos o más
problemas por resolver (en el aspecto «económico» y
en el «democrático»). En este momento de la historia
humana hay dos preguntas clave:
¿Es posible un mercado libre -sólo de aquello que es mercantilizable-
que favorezca la creación y la distribución de riqueza y
que ésta no sea fruto de la destrucción de la naturaleza
ni exija la pobreza y la miseria de parte de la población?.
¿Es posible un sistema político en el que el juego sucio
no permanezca impune, en el que el Estado de derecho no sea torpedeado
por los poderes fácticos y en el que la toma de decisiones tenga
en cuenta al mismo tiempo la voluntad de la población y la eficacia
de los resultados?.
Cuando decimos posible, no nos referimos a una posibilidad utópica,
sino a una capacidad actual -humana, técnica, instrumental, organizativa-que
responda a una necesidad actual. ¿Por qué los dos sistemas
de este siglo no han podido, sabido o querido compaginar mercado y solidaridad,
Estado de derecho y libertad?.
Es muy difícil responder el porqué de las cosas, sobre
todo cuando éstas son complejas. Lo que sí se puede intentar
es plantear hipótesis de «cosas» que han faltado con
el fin de probar en el presente-futuro si su ausencia era o no decisiva
para resolver las contradicciones.
Los dos sistemas han generado en su seno una gran contradicción
entre el crecimiento espectacular de la complejidad y el mantenimiento
de mecanismos de información, de autocontrol y de toma de decisiones,
propios de sociedades mucho menos sofisticadas. Es decir, tanto en el campo
político como en el campo económico, la constitución
de grandes estatismos, de grandes economías, de grandes mercados,
de grandes planificaciones... se ha construido con la mentalidad y con
las estructuras de sociedades de hace uno o dos siglos.
En las proximidades del siglo XXI sabemos que en sistemas complejos
existe un grado elevadísimo de azar, de impredicción. Sabemos
que se puede prever el clima pero no es posible decir qué tiempo
hará más allá de muy pocas horas. Esta complejidad
sólo se puede intentar reducir con un adecuado, ágil, permanente
y preciso sistema de información (las fotografías de los
satélites metereológicos permiten una mayor aproximación
a la realidad). Sin una correcta información no es posible intentar
gobernar ni regular ningún sistema complejo.
Sobre la importancia de un sistema correcto de información podemos
poner el ejemplo del fútbol. Existe un reglamento que, en general,
nadie discute. Sean los jugadores blancos o negros, rusos o americanos
sus goles valen igual. El problema, en este caso, no radica en la discriminación
de las reglas de juego, sino en la interpretación arbitral. Los
partidos de fútbol han adquirido socialmente una gran importancia
y el árbitro asume una grave responsabilidad a la que no puede estar
a la altura por más buena voluntad que ponga (y, sobre todo, si
pone mala voluntad). En ambos casos el árbitro tiene un sistema
«de arbitraje técnico» competidor que aunque (todavía)
no tiene fuerza legal, la tiene «de hecho». Este sistema competidor
es la televisión y, sobre todo, la moviola: la repetición
a cámara lenta de las jugadas conflictivas. Las «instituciones
futbolísticas» no quieren introducir la ayuda de la moviola
en la tarea de los árbitros. Uno de los resultados es la violencia
y el descontento del público. La pérdida de credibilidad.
¿Por qué no usar un medio técnico -disponible- más
preciso, que puede mejorar la toma de decisiones y que el público
lo acepta como más preciso?.
De forma semejante, tendríamos que preguntar ¿por qué
no usan los nuevos medios técnicos los jueces (para documentar sus
sentencias), los economistas (para dejar de elucubrar alejados de la realidad
con índices y teorías incontrastables), los políticos
(para impedir el juego sucio y la irresponsabilidad)?.
Notas:
1Taibo,
Carlos, La Unión Soviética de Gorbachov, Editorial
Fundamentos, 1989, página 59.
2«El
País», 13 de abril de 1989.
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