La escuela de idiomas del maestro de Burdeos.
Un ejemplo típico de aprendizaje lúdico es el de un médico de Burdeos que se hizo famoso a principios de siglo (XX).
Este médico, que todo el mundo conocía como muy católico, una vez fue a París y volvió con mucho dinero (¡lo que permitió que las malas lenguas dijeran que era más francmasón que católico!). Con ese dinero compró en las afueras, en el lado izquierdo de la Gironda, unos grandes terrenos relativamente cerca del barrio más rico de Burdeos. Allí construyó cuatro casas: una de estilo francés, la otra de estilo inglés, la otra de estilo alemán y la última de estilo italiano. Entonces fue a buscar jardineras de infancia en cada uno de los cuatro países y logró que la burguesía de Burdeos le enviaran a sus hijos, primero para quitárselos de encima, y después por el prestigio que suponía colaborar en la experiencia pedagógica de uno de los médicos más conocidos de la ciudad.
Una vez tuvo todos los niños, los reunió en el patio central de la finca –hay que tener en cuenta que, a pesar de la humedad atlántica, Burdeos tiene un clima suave– y les dijo: «¿Veis? En aquella casa se habla francés, en aquella alemán, en la otra inglés y en la cuarta italiano. Id donde queráis, ¡pero sólo podréis entrar a jugar si habláis la lengua de la casa!».
El primer día, los niños –de dos a cuatro años– entraron en la casa francesa pero, poco a poco y con la mayor naturalidad, fueron entrando en todas las demás donde las amas sólo hablaban en la lengua de la casa y, poco a poco, dominaron sin ningún esfuerzo las cuatro lenguas del experimento.
Según el médico, el éxito de su escuela era debido a que el cerebro del niño es todavía muy plástico y aprende fácilmente a partir de todo: palabras que escucha, movimientos de los labios, lenguaje coloquial de los juegos, etc., etc. Pero para algunos de sus detractores, la cosa había funcionado porque lo había hecho con niños ricos, que tenían una inteligencia privilegiada.
Entonces el médico vuelve a ir a París y viene con más dinero y, públicamente y con toda sorna, crea una segunda escuela en el barrio más pobre y subdesarrollado de Burdeos, con barracas de todo tipo de inmigrantes (argelinos, portugueses, españoles...) y, como tenía dinero, los niños que fueron a la segunda escuela estaban bien alimentados y cuidados y tuvo un éxito colosal con sus padres. Como la otra vez, también los cogió desde la edad que querían y, al cabo de dos o tres años, no sólo habían aprendido las cuatro lenguas de las cuatro casas donde iban a jugar, sino también las lenguas de calle de los chicos que iban a la escuela (árabe, portugués, castellano, etc).
A raíz de este experimento, el Gobierno francés hizo escuelas bilingües en la Lorena y Alsacia y, de hecho, los niños aprenden tres: el alemán, el francés y la propia (lorenés o alsaciano, según los casos). En Holanda, también se imitó el ejemplo. En cambio, en Bélgica no fue posible ya que, tanto los flamencos como los valones, eran más partidarios de la guerra lingüística que del conocimiento de ambas.
Y si aplicamos el caso en nuestro país, pienso que con experiencias así todos nuestros niños sabrían cuatro o cinco lenguas y se acabarían de una vez los ghettos fascistas que tanto perjudican a los catalanes de toda la vida como a los inmigrados.
Es decir, pasaría exactamente al revés de lo que ocurrió cuando Franco pactó con el Gobierno alemán la emigración de trabajadores españoles para las empresas alemanas que necesitaban mano de obra barata. Las empresas –por imposición de Franco, que quede claro– construyeron auténticos ghettos con dormitorios, capillas, escuelas (unas y otras con sacerdotes y maestros de lo más fascista que pueda haber) e incluso delegaciones del Banco de Bilbao o de cualquier otro, para que los emigrados pudieran enviar a casa el dinero que iban cobrando con cuentagotas. Por eso se dio el caso de trabajadores que iban del dormitorio a la fábrica y que, después de siete u ocho años de trabajar, no habían aprendido ni una palabra de alemán ni habían conocido prácticamente nada de la ciudad donde vivían.
Agustí Chalaux de Subirà (1911-2006).
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