Sobre el régimen de libertad de los escolares
en la educación primaria1.
I
¿Qué régimen debe seguirse en la educación
de los pequeños?. He aquí una de las grandes cuestiones de
la Pedagogía contemporánea, que preocupa hondamente a cuantos
se interesan por la educación de la personalidad en los niños.
Examinemos someramente las tres opiniones que dividen a los pedagogos
acerca de esta materia.
Existen educadores que siguen un régimen autoritario,
de reglamentación detallada, de imposición del bien y privación
del mal.
Las raíces de este régimen son muy profundas, porque él
es una tónica general de algunos pueblos, que ellos aplican a todo,
y a la educación por lo tanto.
Son las razas que se gobiernan por la desconfianza: desconfianza de
los gobiernos para con los pueblos (leyes excesivas y minuciosas, estados
de guerra, etc.); desconfianza de los pueblos para con los gobiernos (parlamentarismo,
partidos personales, crítica continua...); desconfianza de la sociedad
para con los maestros (escaso sueldo, caricaturas ridículas, el
maestro político local...); desconfianza de los maestros para con
la sociedad (incomunicación con el público, crítica
pesimista); desconfianza del comercio para con el público (recibos,
moneda falsa, vigilancia de aparadores y vitrinas); desconfianza del público
para con el comercio (repeso, leyes contra las sofisticaciones, inspección,
abogado engaña-paletos); desconfianza del pueblo para con el ejército
(contribución de sangre, antimilitarismo); desconfianza del ejército
para con el pueblo (matanzas, excesos, supremacía del poder militar,
pronunciamientos). También: desconfianza del maestro para con los
discípulos, desconfianza de los discípulos para con los maestros.
Bajo este régimen de desconfianza, la escuela arregla nimiamente
la vida del alumno.
El Estado, en su manía general de reglamentación, legisla
a diestro y siniestro. Impone horas de entrada y salida en la escuela,
maestros, edad, local, material. Impone asignaturas, horas semanales que
se deben emplear en cada una, días en que hay que distribuirlas...
Impone textos -¡Y qué textos!- aprobados por él. Y
programas calcados en prejuicios de oficiales de 5.ª clase. Impone
la bandera Y la longitud de su asta, las mesas y sus milímetros
de profundidad, oraciones iguales para la entrada y para la salida, himnos
patrióticos. Impone métodos arcaicos y procedimientos bárbaros.
Impone fiesta los jueves, una hora menos de clase los sábados, el
apellido antes que el nombre, la gratuidad nominal y la retribución
real.
El maestro se impone, siguiendo la norma general, a sus
discípulos. Donde el Estado no ha llegado con su reglamentación
nimia, llegan las Juntas Provinciales y locales. Lo que éstos dejan
libre, lo toma por su cuenta el maestro y redacta un reglamento estrecho.
Lo que el reglamento no previó, el maestro, reglamento vivo y sensible,
lo impone a cada instante, en cada lugar, en toda circunstancia.
Instrucción. El maestro señala el libro de texto:
gramática tal, aritmética cual. Impone la lección
del día: «mañana me estudiaréis desde aquí
hasta aquí». ¿Explica?. Impone la explicación:
«esto es así, aquello no es asá». Trae el libro
una cierta manera de expresión: el maestro la impone. ¿Quiere
formular preguntas para que sean contestadas?. El libro impone pregunta
y contestación: «¿Quién es Dios?». «¿Cuántas
son las partes de la Oración?». «Número es el
resultado de comparar, etc.». Quiere aparecer moderno y ensaya la
discusión: la impone: «mañana harán objeciones
Fulano y Zutano». El alumno desea preguntar: impone el silencio.
El alumno quiere callar: impone la contestación. Un niño
pregunta por la solución de algo obscuro que ha oído en la
calle, en su casa: el maestro le impone la ignorancia: «ahora no
hablamos de eso; cada cosa a su tiempo».
Educación física. El escolar quiere sentarse cómodamente:
el maestro le impone posiciones antihigiénicas: «brazos cruzados,
piernas rectas, cuerpo estirado». El maestro desea hacer higiene:
impone la higiene: «manos atrás, a sentarse, marchen».
Juegan, y se les impone el juego, el sitio, el tono de voz, los ademanes.
Van de excursión, si la escuela tiende a lo moderno: se impone el
lugar, el camino, la longitud de los pasos, los compañeros, la hilera,
el idioma en que se debe hablar.
Educación moral. El alumno quiere ser sincero: «hoy
no he estudiado por pereza». Se le impone la hipocresía: «¿habrase
visto desvergüenza?. ¡Y tiene el atrevimiento de decirlo!».
Es necesario cumplir el deber: se impone coercitivamente: «¿Quién
habla?. ¡De rodillas!». «Por haber hecho tal cosa, no
juegas hoy». Un niño chilla, alborota, abogando calurosamente
por una idea, cosa o persona cualquiera, reventándole el entusiasmo
por todas partes: se le impone la indiferencia, la castración moral:
«¿Qué gritos son ésos?. ¡Pareces loco!».
Aprende una tierna niña la poética Salve Regina, que
habla al corazón: se le impone la letra que mata; el tono que aburre;
la fórmula que no se comprende. Intenta afirmar el estímulo
y la noble ambición: se los impone, desviando el intento por medio
del premio.
Y así podríamos continuar la árida pintura.
En otros países, la escuela no tiene sombra de
imposición. Rige en ella la libertad más absoluta.
Es, también, una tónica general de estos pueblos: es el
sistema de la confianza aplicado a todos los aspectos de la vida.
El pueblo confía en los gobiernos (autoridad firme de reyes y
presidentes, fuerza popular de los Parlamentos). Los gobiernos confían
en el pueblo (sistemas autonómicos, libertades públicas,
guerras populares). El comercio confía en la gente (simple declaración
aduanera, ausencia de inspección de billetes ferroviarios, entrada
pública a tiendas y almacenes, bibliotecas circulantes a domicilio,
buzones de correos abiertos en plena calle). Las gentes confían
en el comercio y los profesionales (libertad de ejercicio profesional,
ausencia legal de títulos, crédito amplio). Confianza del
ejército en el pueblo (supremacía del poder civil, alistamiento
voluntario, cada soldado en su comarca natural). Confianza del pueblo en
el ejército (buen sueldo a los militares, respeto espontáneo
a la bandera, alojamiento voluntario de tropas a domicilio); los maestros
confían en la sociedad (colaboración de las familias en la
educación, reuniones periódicas de padres y maestros, nota
escolar diaria); la sociedad confía en los maestros (respeto al
educador, el maestro pastor de pueblos y guía de vocaciones, el
maestro árbitro entre rivalidades de todo orden).
Y con este régimen general de confianza, la escuela queda alejada
de toda sombra de imposición, dando a maestros y a discípulos
-en los cuales todos confían- una libertad absoluta.
El Estado da libertad profesional: enseña el que quiere, sin
patentes de cartón. Quien enseña y educa, enseña como
le place, mientras no se aparte de principios universalmente reconocidos,
de los cuales, sin embargo, no le alejaría el gobierno, sino el
público. Regiones, comarcas y municipios, libres las manos, organizan
a voluntad sus sistemas educacionales. Estos sistemas se refieren a una
esencia inmutable: en lo de organización peculiar, cada maestro
obra libérrimamente. Abre y cierra cuando le parece, declara festivos
los días que se le antoja, celebra excursiones cuando quiere, da
las asignaturas que le convienen, emplea en cada cosa el tiempo que quiere,
explica cuando quiere, educa como quiere.
La escuela, en su régimen interno, sigue amplio
sistema de libertad e iniciativa. Si existe junta local, es un patronato
que orienta sin legislar. Si existe reglamento, se obedece el espíritu,
no la letra. Si el maestro manda, manda como consejero, sin la pretensión
de apacentar esclavos, sin el tono del que se impone: rige, no gobierna.
Instrucción. No tienen, acaso, libro prefijado, ni a veces
asignaturas. Llegan a clase y dan lo que primero se les presenta a los
ojos, lo que las circunstancias aconsejan. ¿Con qué orden?.
Con ninguno prefijado: libertad. El alumno dice lo que se le antoja, hace
la práctica que le parece. El maestro obra de la misma suerte. Si
le preguntan, contesta. Si no le preguntan, explica lo que el instante
aquel trae consigo. ¿Con qué métodos?. Con ninguno
predeterminado: ya analiza, ya sintetiza, a voluntad del niño. ¿Con
qué procedimiento?. Con ninguno preseñalado: ora explica,
ora hace, ora toca, ora mira lo que estudian. ¿Cómo contesta
el niño?. Como quiere, con palabras suyas, buenas o malas, pero
suyas, libres. ¿Cuánto tiempo estudia?. El que se le antoja,
a voluntad, libérrimamente.
Educación física. El escolar se coloca como y donde
quiere; hoy aquí, mañana allá; ya en pie, ya sentado,
ya echado, ya andando; ora con los pies juntos, ora con una pierna sobre
la otra, ora con los brazos sobre las rodillas, ora sobre el pupitre, ora
cruzados, ora hacia atrás. El niño va a lavarse cuando gusta
y como gusta. Va a excursiones si le parece; en ellas pasa por donde le
parece, va con quien quiere, hace lo que le viene en gana, dice lo que
se le ocurre. Juegan donde quieren, a lo que determinan ellos, de la manera
como mejor les place, organizando el juego a su albedrío. El maestro
es pasivo: libertad. Hacen gimnasia, y la hacen como les viene en gusto:
saltan si quieren, se columpian si les cuadra, sudan si quieren sudar,
descansan como, cuando y donde desean descansar.
Educación moral. El niño entra en la clase, si
quiere, y, si quiere. sale, sin pedir permiso, ni explicar el motivo. ¿Va
al excusado?. ¿A beber?. ¿Tiene mareos y sale a airearse?.
El maestro no se mete en ello. Con tal de que no estorbe al alumno vecino,
que obre como le convenga. ¿Le cuadran actos buenos y los quiere
ejecutar?. Los ejecuta. ¿Le cuadran actos malos?. Los ejecuta. Libremente
va formando sus hábitos en uno u otro sentido. ¿Obra bien?.
Se alaba de ello. Nadie le espolea vanamente. ¿Obra mal?. Lo confiesa.
Le alaban la sinceridad. ¿Qué actos se le imponen?. Ninguno.
Libertad, nada de imposición. Los premios son desconocidos: doblan
la voluntad por motivos externos. De castigos no se habla: son una coacción.
¿Quieren, llenos de entusiasmo, organizar una Asociación?.
La organizan. En las clases todo se discute: nada de autoridad, de magisler
dixit: yo veo esto, yo veo la contrario. ¿Quieren oír
misa?. La oyen. ¿Quieren dejarla?. La dejan.
Hay una tercera Escuela Pedagógica, que sigue un
«régimen de previsión». Sus partidarios explican
así sus fundamentos científicos:
«El régimen de imposición -dicen- es funestísimo,
aunque sea el actual método ordinario de educación en muchos
países. Imponerlo todo, como si el niño fuese un ente sin
libertad ni voluntad; desconfiar de él constantemente, como si se
tratase de una bestia fiera, es cosa insostenible. Los frutos educativos
de este régimen tienen que ser forzosamente muy funestos. En cambio
-añaden-, tampoco es viable el régimen de libertad. Con él,
mil peligros amenazan al pequeño. ¡Libertad!. ¿Libertad
para el mal?. ¿Libertad a un inconsciente?. ¿Libertad a un
inexperto?. Nosotros -concluyen- queremos conciliar estos dos sistemas,
aprovechando lo bueno que ambos tienen, desechando de ambos la parte mala.
Por eso defendemos un método de previsión, que consiste en
que el maestro aparte cuantos peligros podrían dañar -dañar
física, moral e intelectualmente- a los alumnos; en que el maestro
sea previsor, conociendo de antemano cuanto peligroso pudiera influenciar
al niño. Mas, una vez alejados, por autoridad del maestro, los peligros
que podrían rodear al pequeño, entonces ya podéis
dejarlo en libertad, permitiéndole cuanto le cuadre. Le imponemos
el alejamiento de los peligros; le damos libertad absoluta dentro de un
campo limpio de peligros. Así, ni violentamos su libertad, como
en el régimen de imposición, ni le exponemos a caer, como
en el régimen de libertad. En una palabra: el maestro, siempre previsor
de cualquier peligro, ofrece a sus discípulos el campo limpio de
dificultades, en el cual puedan obrar libremente y sin caída posible».
Según este régimen, concretan toda la organización
escolar.
Instrucción. El maestro escoge libros y lección,
evitando los peligros de la anarquía en estas cosas. Dentro de aquella
lección, se permite preguntar más o menos, no sin dejar de
guiar la cuestión hacia este punto o hacia el otro, para huir de
talo cual peligro con que tropezaríamos a veces. Permite poner objeciones,
pero dentro de unos ciertos límites no peligrosos, señalados
por él. El libro trae un pasaje en que la verdad resulta violentada:
lo hace pasar sin leer. Acude un párrafo que podría despertar
conocimientos sexuales: lo oculta con papel-goma o arranca la hoja. Permite
al alumno contestar como quiera, pero por medio de preguntas que él
prefija.
Educación física. Van a jugar. Les ha limpiado
el campo de juego de vidrios, maderas y chismes peligrosos. Antes hizo
más: hizo construir este campo lejos de torrentes y desniveles.
Lo circundan paredes coronadas con multitud de cristales rotos. Existía
un árbol que convidaba a encaramarse en él: la sierra lo
abate, para evitar el peligro próximo de una pierna quebrada. En
la clase puedes ponerte como gustes, pero en un lugar prefijado e inmutable:
número tal. Esta libre posición voluntaria tiene sus límites:
el maestro, previsor, ha enseñado a practicar una urbanidad completamente
inadaptable. Van de excursión. Es escogido de antemano el lugar:
llano, suave, bonito... bonito al gusto común, es decir, al gusto
fácil. ¡El río, la riera, el barranco: cosas vitandas!.
La tempestad no ha puesto nunca en sus espaldas su pie mojado. El maestro,
previsor, suspende la excursión a la menor indicación barométrica.
Escogido un lugar sin peligro para ellos, ya pueden usar de la libertad
sin miedo alguno.
Eduacción moral. Se aparta del alumno a Fulanito, por
el peligro de tal vicio. Se le hace que aparte vista y oído de toda
visión seductora, de toda palabra ambigua. En tal lugar es posible
un mal ejemplo: no se va allá, se va, en cambio, a un lugar pacífico,
seguro. Díctase lo que debe hacerse en tal o cual caso, por el peligro
de que pudiera hacerse lo contrario. El deber se impone. Ya dentro de él,
muévete con toda la libertad que apetezcas. Conoce el maestro el
instinto del pequeño, y, siendo previsor, promete una medalla con
cintajo encarnado al primero, una con cinta azul al segundo, una faja multicolor
al tercero. Dentro de esto, haced lo que queráis, pasad lugares
o dejad de pasarlos. Preséntase al alumno una cuestión atractiva,
color de rosa: el maestro es previsor y ya prepara y fabrica de antemano
el entusiasmo. Dentro de eso, el niño, la niña, son libres
de entusiasmarse o de no hacerlo. ¿Deben trabajar?. Pueden hacerlo
o no. Tienen, empero, tarea prefijada y tiempo a jornal marcado para acabarlo.
Quedan expuestos los tres regímenes de educación,
con la mayor brevedad posible, pero con la amplitud necesaria para entrar
en el examen de cada uno.
Hémoslos expuesto en toda su crudeza, como era necesario. En
la aplicación concreta, todo mitigamiento no deja de ser una confesión
de lo ilógico del régimen. Por esto convenía exponer
crudamente la doctrina de todos.
Con esta sencilla exposición puede preverse la capital importancia
de la cuestión. Ella quedará patentísima en el transcurso
de este trabajo.
¿Cuál de estos sistemas de educación es el bueno,
o, cuando menos, el preferible?.
Quizá sea fácil demostrar, y así procuraremos hacerlo
en la continuación de este trabajo, que los tres andan por vías
equivocadas, y que es necesario otro régimen, que, apoyándose
en la realidad psicológica del niño y teniendo en cuenta
su formación biológica, lleve por vías más
firmes los primeros pasos del hombre, que son los decisivos de la vida.
II
Hemos rechazado en absoluto los procedimientos de coacción
autoritaria, de libertad omnímoda y de previsión.
Hemos defendido, en cambio, un régimen de libertad en su doble naturaleza
de iniciativa en lo que la vida no nos impone forzosamente, y de
obediencia
a lo que es base de la existencia de la sociedad y del progreso.
Aún este régimen por nosotros defendido, lo es únicamente
si se aplica según dos condiciones:
La primera -que se refiere capitalmente a la época de la educación
misma- es la de saber juntar, en cada instante, el estado potencial del
niño con una dificultad para vencer, adecuada a este estado.
La segunda -que se refiere principalmente a la vida del niño
cuando hombre- es determinar bien el respectivo campo de la iniciativa
y de la obediencia, en cada circunstancia.
Ambos extremos requieren una sencilla explicación, que vamos
a dar en pocas palabras, ocupándonos hoy del primero.
Se ha dicho de la educación que es un aprendizaje
de la vida. Y como no es fecundo el aprendizaje si no se realiza de hecho
lo que se quiere aprender, así la educación si, como fin,
es un aprendizaje de la vida, como procedimiento, es ya la vida misma,
vivida con todas las circunstancias buenas o malas, estimulantes o retardatrices.
Pero estas circunstancias de la vida que, al fin y al cabo, no son más
que obstáculos que hay que vencer, y requieren lucha y esfuerzo,
dominarían completamente al niño en su primera edad, por
la triple causa de tener él entonces las facultades débiles,
de desconocer estos obstáculos que ha de vencer, y de no haber ejercitado
sus fuerzas en el sentido conveniente.
De ahí se deduce una como antinomia, a primera vista irreducible:
de un lado, la necesidad de vivir y accionar dentro de la vida, para aprender
a vivirla y a dominarla; de otro lado, el hecho de la debilidad, en varios
sentidos, del pequeño, junto con la probabilidad, más aún,
con la seguridad de que ha de ser arrollado, es decir, vencido por lo externo.
Concretemos más los hechos, para ver clara la aparente contradicción;
que de esta claridad depende el que por sí sola ya aparezca la solución
del supuesto conflicto.
Primer hecho: solo luchando se aprende a luchar y a vencer. Sabemos
que todo acto requiere una solución suya, propia, que hemos
de colocar en la realidad, haciéndole sitio y abriéndole
paso, haciendo -como si dijéramos- violencia a lo ya existente,
amoldándolo y subordinándolo a nuestra solución, al
acto nuevo. De ahí que todo acto nuevo -si es de veras nuevo- sea
violencia sobre lo existente, lucha, extensión de dominio de nuestro
poder sobre las resistencias internas y externas. De un lado, pues, tenemos
obstáculos en todo sentido, muy difíciles de apartar, ya
que representan todo el mundo que se opone a la actuación de nuestra
energía libre.
Segundo hecho: las fuerzas del niño son tan débiles, que
seguramente no podrán reaccionar para vencer estos obstáculos.
Físicamente, el niño no podría abastecer lo necesario
para alimentarse, ni aun para resguardarse de los elementos y accidentes
naturales -fuego, agua, etc.- Moralmente, no tiene su alma energías
para asimilarse lo bueno, convirtiéndolo en hábito, y rechazar
lo malo, de manera que no haga más que rozarle sin dejar huella
de importancia. Virgen de toda impresión, se adaptará a los
ejemplos, y según ellos formará su conciencia, del propio
modo que su intelecto aprehende el francés o el árabe, según
el medio ambiente que le condiciona activamente. Su parte moral no puede
reaccionar activamente contra lo circundante. Intelectualmente sucedería
una cosa parecida. Nadie sería capaz de inventar las letras a los
tres años, ni aún a los veinte; nadie crearía la ciencia,
hasta el punto de su desarrollo en que la emplea la vida moderna, ni aun
la millonésima parte de esta ciencia. Las circunstancias despertarían
su inteligencia paulatinamente, pesadamente, haciéndole adquirir
conocimientos y también desviándolo con esas formas engañosas
con que se nos presenta a veces la realidad, es decir, llevándolo
a remolque, vencido, pasivo.
Ante este doble innegable hecho, los coaccionadores apelan a dárselo
al niño todo impuesto, pero no enseñándole ni acostumbrándole
a luchar. Salvan continuamente la infancia, pero matan al hombre. Los naturistas
de la libertad le abandonan al medio, temerosos de no entrenarle, pero
no tienen en cuenta la debilidad desproporcionada de sus fuerzas pueriles.
Intentan salvar al hombre, pero le inutilizan desde niño. Los previsores,
aleccionados, apartan de antemano el peligro y dan a los niños libertad
completa. Pero los niños viven así vida ficticia, porque
quitado el peligro, ni la iniciativa ni la obediencia pueden ejercitarse.
Los que así obran salvan a la infancia, pero también le entregan
al mundo sin tener la costumbre de luchar. Ninguna de estas soluciones
es viable.
Claramente se deduce la solución verdadera. Considerando que
las fuerzas integrales del niño se fortifican progresivamente, se
le debe hacer operar continuamente entre dificultades y peligros proporcionados
a su fuerza en cada momento; de tal manera que luche continuadamente, pero
que luche contra un enemigo proporcionado, ni menor ni mayor, en cada instante,
de lo que puedan sus fuerzas. Así se entrenará sin descanso;
y no solamente no se estrellarán sus potencias contra un medio invencible
por ellas, sino que se fortificarán poco a poco en intensidad, en
dirección, en habilidad y en perseverancia, y pedirán continuamente
mayores dificultades con que luchar y a las cuales vencer. De esta suerte,
suponiendo que las fuerzas del niño, al nacer, son cero, las dificultades
deben serlo también y las han de vencer el instinto, la madre y
la sociedad. Como se fortifican sus fuerzas sin solución de continuidad,
deben aumentarse en consecuencia los peligros que hay que vencer. Y esta
ascensión en la escala de los peligros y de la lucha debe ser tal,
que poco antes de salir del colegio deben ser ya las dificultades las mismas
que se dan en la vida, habiéndose llegado a este extremo gradualmente,
sin saltos ni paréntesis. Que solo así se puede, en conciencia,
lanzar a un joven o a una muchacha a la lucha diaria, con probabilidades
de éxito, sin que deba uno figurarse por eso que han de alcanzar
este éxito en cada uno de los episodios parciales.
Esto les parecerá a muchos harto duro. Cierto, pero también
la vida es dura, y es dura la lucha, y así debe parecer lógicamente
duro su entrenamiento. Duro y todo, no conviene retroceder o detenerse.
Es preferible la victoria penosa y sangrienta, a la pacífica derrota
del caído por ignorancia, que ni siquiera tiene una aureola romántica
que le embellezca.
Esto exige del maestro un trabajo doble: el de apartar
los obstáculos que no podría vencer un individuo en un tiempo
determinado y el de poner a su paso peligros nuevos y proporcionados, cuando
ellos no se atraviesan espontáneamente en el camino del educando.
Conviene añadir alguna aclaración acerca de este segundo
punto. La vida de Colegio, sobre todo de los pensionados; la vida de Escuela
también, suele organizarse ya de una manera tal, que los muchos
peligros del mundo quedan constantemente eliminados. Así, el maestro
poco trabajo tiene para remover los peligros superiores a la fuerza de
un alumno. En este caso, claro está que ha de ser él quien
cree para sus alumnos peligros y amontone dificultades ilusorias, sino
verdaderos, reales, como se presentan en el mundo. O se llega a esto, o
toda la teoría fracasa. Si existe el peligro de que necesitamos,
debemos aprovecharlo, y si no le hay, debemos buscarlo y ponerlo frente
al educando.
Y no se crea que no debe aplicarse ese método cuando se trate
de materias delicadas. Precisamente en esas materias es mayor el peligro
y, por lo tanto, más hemos de fortalecer a los niños para
la lucha.
Así respecto de la pureza -que no es una virtud aislada, sino
un entrelazamiento de muchas otras- la niña ha de aprender a vencerse
a sí misma y a vencer las influencias externas, peligrosas. En vez
de guardarla encerrada como flor de estufa, pata que se mustie en cuanto
le dé el sol y el aire libre, no debemos apartar de ella los peligros
proporcionados a su vigor físico, a su mentalidad, a su moralidad,
antes al contrario, debemos llevarla a ellos con prudencia. En la última
época de formación de la joven, los peligros que corra su
castidad en el Colegio han de ser casi los mismos que encontrará
mañana, al salir, en el camino de su vida; así hay la probabilidad
de que pueda más su virtud que las asechanzas del mundo.
Los que no lo comprenden así, tienen del mundo y de la educación
una bien falsa idea.
Claro está que contra esa teoría hay muy hermosas abstracciones.
¡Huye de los peligros!. ¡No te metas en el fuego de la tentación!.
¡Apártate de lo malo!. -Esto está muy bien, y nosotros
lo predicamos-. Temeraria cosa sería, por no decir irracional, colocarse
-en el mundo, en la vida- en medio de los peligros. Pero ¿es posible
apartar a una muchacha de los espectáculos, a que le llevarán
mil circunstancias, de lo que ve en la calle y en su misma casa, de sus
compañeras de taller, de lo que oirá quiera o no quiera,
de su misma carne?. No; no es posible; esos peligros se le ofrecerán
irremisiblemente, fatalmente. Y pues vendrán, hemos de armar a las
muchachas para defenderse de ellos, si no queremos que en ellos corran
el peligro de sucumbir.
Y no tentéis a Dios, hombres religiosos, exigiendo de Él
el prodigio de llevar milagrosamente a una joven a la victoria, sin pasar
por el natural camino del esfuerzo y del entrenamiento.
Esta sucesiva gradación de esfuerzos, que pedimos
para la lucha por la iniciativa, la queremos también para la lucha
por la obediencia, que es -como quedó demostrado- el segundo aspecto
de la vida, constituida por iniciativas y por sumisiones.
La lucha por la obediencia -para convertirla en hábito y determinar
lo que es preciso para hacerla activa y no pasiva, etc.- es también
una brava lucha. Creen algunos -en su falso concepto de que obediencia
y libertad están en razón inversa- que debemos ser muy obedientes
cuando pequeños, y menos, a medida que se vaya fortificando en nosotros
el hábito de libertad. Y no es así.
Claro está que, en los primeros días del niño,
su libertad apenas entra en juego. Pero no es la obediencia quien la suple,
sino el instinto y el alejamiento estudiado de dificultades. Instinto natural
y remoción voluntaria que van cediendo a medida que su potencia
de libre obrar y sus hábitos se van fortificando.
La obediencia libre, como la libertad, es muy débil en los primeros
meses del niño. Pero debemos concurrir a fortificarla, por la costumbre,
paralelamente al fortalecimiento del hábito de libertad, y por una
gradación parecida de esfuerzos obedientes, adecuados a la fortaleza
relativa del discípulo.
Así, al salir el muchacho o la joven del Colegio, su obediencia
a las cosas de la vida que la requieren, debe haber alcanzado su grado
máximo, es decir, el que exige la compleja vida de sociedad, donde
actuará mañana.
La esencia de este procedimiento -que podríamos
llamar régimen del esfuerzo libre y graduado- consiste, como
se habrá podido colegir, en saber adecuar a cada instante, para
cada niño, el esfuerzo pertinente, ni menor ni mayor de lo que entonces
él requiere. Esto se basa, naturalmente, en el conocimiento hondo
de la evolución general de la niñez, así como en el
estudio de todos y cada uno de los niños individualmente.
Hoy se estudia poco la evolución infantil. Se da Higiene de la
edad viril. También alguna psicología -siquiera añeja
y pasada de moda- acerca del hombre hecho y formado. Y esto sólo
muy remota e incompletamente puede dar luz para la solución de este
problema; y aún iba a decir que ello no nos puede dar ninguna luz.
Porque, como se debe haber echado de ver, en nuestra cuestión no
se trata de las funciones y potencialidades del niño, sino de su
grado de desarrollo; y la Fisiología y la Psicología del
hombre formado nada saben del desarrollo gradual del crecimiento.
Es preciso que en las Escuelas Normales y en los estudios particulares
de cada maestro, se introduzca, como estudio eminentemente básico
y esencial, la Antropogenia en su triple aspecto corporal, psíquico
y humano. Sin este conocimiento profundo -a la vez teórico y práctico-
del desarrollo pueril, todo nuestro sistema de régimen por el esfuerzo
claudica irremisiblemente.
Pero estos conocimientos sobre la evolución del niño no
bastan. Necesítase un complemento: el estudio especial de cada niño
de que el maestro cuida, determinando lo normal y lo anormal de su alma
y de su cuerpo, su herencia, su ambiente moral y las circunstancias físicas
que lo condicionan.
De ahí la necesidad absoluta de la educación individual,
y de desdeñar, por infecundos, esos sermones colectivos con que
el maestro suele aburrir bien inútilmente a la Escuela en general.
Claro está que esta educación particular de cada uno de
los alumnos es tarea harto pesada. Pero, en la vida, no existe una sola
profesión que no produzca una satisfacción dolorosa; satisfacción,
si se desempeña con vocación; dolorosa, a condición
de ser formalmente desempeñada; que no hay victoria sin luchas,
ni lucha sin esfuerzo, ni esfuerzo sin dolor. Todo está en saber
hallar nuestra felicidad precisamente en vivir este dolor.
Finalmente, no faltará gente timorata que aduzca
contra nuestro procedimiento la posibilidad de las caídas, es decir,
que los educandos, al graduárseles los esfuerzos, caigan por habérselos
graduado malo bien por un desfallecimiento momentáneo de sus energías,
voluntario o involuntario.
Como no aspiramos a imposibles, reconocemos la posibilidad de parciales
fracasos, y aun la probabilidad de caídas accidentales. Añadimos,
no obstante, que ellas serán, seguramente, caídas fecundas,
de altas lecciones de experiencia, que no desaprovecharán el maestro
ni el discípulo; que en el mundo del Señor, un espíritu
sincero e inteligente hasta del mal saca bienes.
Pero, aunque esto no fuese así, diríamos a estos pseudo-escrupulosos:
preferimos mil veces cien caídas parciales, con la probabilidad
de una victoria total en la vida, que no una purísima vida colegial,
con la seguridad de una trágica derrota total cuando hombres. Esto
sí que debiera engendrar escrúpulos racionales en esos educadores
inconscientes, a los cuales nada dice el trágico estado de la sociedad
actual, obra suya -de sus teorías y de sus escrúpulos-.
Nota:
1Con
este título publicó Bardina, en la Revista de Educación,
una serie de ocho artículos, de los cuales reproducimos el primero
y el séptimo, por considerarlos de gran interés. El primero
apareció en enero de 1911 y el séptimo en septiembre del
mismo año.