10. Antología de textos pedagógicos de Joan
Bardina i Castarà.
Por fidelidad al original se ha respetado el catalán prenormativo
de alguno de los textos.
Notas autobiográficas1.
El caso de un Doctor que equivocó la senda.
I
En unos exámenes de fin de curso -en aquellos exámenes
tan ridículamente pintorescos, que los payeses se toman en
serio... y algunos maestros también- el profesor dijo a la Junta
Local y al pueblo entero, entre otras cosas:
-El mejor de mis chiquillos es éste: Juan X. Tiene una gran capacidad.
Él debe estudiar.
Padres, Junta Local y pueblo se convencieron. y fue cosa de llevar a
Juan a la capital, «para que estudiase», siguiendo el consejo
fervoroso del buen maestro.
En nuestros días hubiéramos preguntado -¿qué
digo? dentro de quince años hubieran preguntado- al buen maestro:
-¿Estudiar qué? Por que no hay nadie capaz de estudiar
en abstracto. y el que tiene un gran cacumen para arquitecto puede devenir
un zopenco en medicina. Concretemos, pues: ¿estudiar qué?.
Pero en aquellos tiempos no se preocupaban de eso. (Y en los nuestros
tampoco). Juan debía estudiar... cualquier cosa. El caso es que
estudiase. ¡Tenía talento!.
Y como que el bueno del párroco -todo sacrificios- fue el que
se tomó más a pecho la parte financiera del asunto, Juan
se encontró de golpe y porrazo entre las cuatro altas y simbólicas
paredes de un seminario.
Y Juan estudió de firme.
Tres o cuatro años después se presentó
al rector de aquel seminario una vieja llena de años, de achaques
y de billetes de banco.
Adinerada y sin hijos, ofrecía al rector pagar los estudios de
tres o cuatro estudiantes pobres, para mayor gloria de Dios y provecho
de todos.
-La ofrenda viene de perlas -hubo de contestarle el rector-. Precisamente
necesitamos que cuatro de nuestros más aventajados seminaristas
cursen en la Universidad las carreras de Ciencias o Letras, para pasar
a ocupar luego cátedras en el seminario y lograr con ello que todos
nuestros profesores sean sacerdotes.
Los profesores designaron a los cuatro más talentudos escolares,
para que pasasen a cursar a la vez en la Universidad. A la cabeza de los
cuatro figuraba Juan X.
-¿Qué prefieres tú estudiar?.
-Yo, Derecho -contestó resueltamente Juan.
-Imposible, hijo. Dos de vosotros han de cursar en Ciencias y los otros
dos en Filosofía y Letras, dedicándose a lenguas antiguas.
¿Qué prefieres tú de esto?.
-Yo, Derecho. Pero no pudiendo ser esto, cualquier cosa.
Escogieron los otros tres. Ya Juan le tocó estudiar Lenguas antiguas
y modernas. Esto es, le tocó, a la suerte; no por propia
vocación y gusto de su voluntad, sino «por exclusión»,
es decir, porque los demás dejaron vacío este lugar.
II
Antes de continuar el caso de Juan, digamos dos palabras acerca de la
vocación individual. Palabras sencillas y vulgares, pero suficientemente
claras para comprender toda la importancia del problema.
Se nace con una determinada manera de ser, según algunos. Según
otros, no es esto, sino que son las circunstancias, condiciones y atmósfera
que condicionan continuamente la vida del pequeño lo que hace que
cada cual muestre una predisposición hacia un determinado ramo del
trabajo y del estudio. Sea de ambas opiniones lo que se quiera, el caso
es que todos los psicólogos reconocen el hecho de la vocación
de cada hombre para algo.
En otras palabras, que las facultades y cualidades de una persona son
excelentes instrumentos para una cosa, y no sirven de nada -o sirven de
poco- para otras cosas.
Si de la teoría y de la observación psicológica
pasamos a los hechos, todo el mundo sabe que un listo comerciante es un
cero en cuestiones de maquinaria; que un escolar que tiene una visión
clarísima de la Historia es cortísimo a veces en matemáticas;
que unos hombres son cálidos y sensibles para poetizar y otros son
fríos e insensibles a propósito para una autopsia.
Esto queremos decir al afirmar que cada cual tiene su vocación.
Para quien siga dócilmente sus instintos vocacionales,
todo se le presenta bien.
Le cuesta menos trabajo su especialidad, porque sus facultades están
hechas expresamente para lo que hace.
Produce las cosas más fácil y perfectamente; y si a la
vocación acompaña un gran talento, es un sabio.
Persevera más fácilmente. Todo trabajo cuesta dolor, que
causa e invita a dejarlo. Las penalidades del trabajo con vocación
ejercido son menos duras. La perseverancia es más probable. y la
perseverancia, si radica en un sabio, engendra lo más grande del
mundo, los inventos.
La vocación hace al hombre feliz. Porque se ocupa de lo que le
agrada.
El reverso de la medalla para el infeliz que no ha seguido
las indicaciones de su vocación.
Su trabajo le pesa violentamente. Se trata de una máquina fabricada
para puños de paraguas, que nos empeñamos en hacer servir
para fabricar vainas de cartuchos. Hará vainas de cartuchos. Pero
rechinará estridentemente, protestando de la violencia.
Su trabajo será imperfecto. El cartucho no será un cartucho
ideal. Imposible que un olmo dé peras. Puede que un gran talento
lo disimule. Pero habrá disimulo. Debajo del disimulo, el cartucho
mal hecho.
Su trabajo o no es perseverante, o le cuesta un colosal esfuerzo de
voluntad el serlo. Su trabajo no le hace feliz. Feliz es estar contento.
Estar contento supone gusto. Contrariar la aptitud, violentar la naturaleza,
produce disgusto, descontento, infelicidad. El cuerpo del desvocacionado
está fuera de su lugar propio. Su espíritu está en
continua protesta con la realidad diaria.
Es posible que un sabio desvocacionado invente, publique, se enamore
de su obra. Es posible, pero improbable.
III
Han pasado diez años. Juan, doctorado ya, enseña Lenguas.
Hubiese querido estudiar y enseñar Derecho. Pero enseña Lenguas.
Juan tiene un talento y voluntad extraordinarios, y es fama que posee
perfectamente el griego y el latín y el hebreo y el siriaco y el
sánscrito y el árabe; que habla el francés, el inglés,
el alemán, el italiano y el portugués; que por sus manos
pasan libros de cien variantes lingüísticas, que le son familiares.
Y en todos los centros filológicos españoles se conoce y
pondera ese nuevo fenómeno, que posee el don de lenguas.
El don, no. Buenas nueve y diez y once horas diarias le
cuesta su ciencia lingüística. Y violentas batallas con su
espíritu lógicamente rebelde, que, nacido para puños
de paraguas, se ve doblegado a fabricar cartuchos. Y buenas dolencias de
aquel cuerpo grácil y delgado, convertido en depósito de
grasa morbosa por arte y gracia de una vida sedentaria, larga, violenta
y forzada.
Por esto no tiene el don de lenguas. Tiene la conquista
de las lenguas. La conquista más feroz y a brazo partido que haya
existido jamás.
Por esto Juan no trabaja bien. Y nueva Babel andante,
en su espíritu hay confusión, a pesar de tantos idiomas.
Subjetivamente, es un infeliz. Como que su ideal, el Derecho, le atormenta
aún; y la violencia que ha de hacer a sus facultades, es muy dolorosa;
y los esfuerzos prolongados minan la salud de su cuerpo y la placidez de
su espíritu.
Objetivamente, produce poco fruto.
-¿Por qué Juan no escribe sobre esto y sobre aquello,
en lo cual es tan entendido?.
Los que constantemente repiten eso, sus infinitos discípulos
que deploran eso, no conocen seguramente que Juan equivocó la senda.
Y que, para inventar, publicar y batallar, no basta ciencia: se necesita
entusiasmo, quijotismo, enamoramiento de la cosa. Y en Juan hay cumplimiento
de deber, hay violencia, hay sabiduría, pero no enamoramiento.
Juan, de dedicarse a Derecho, hubiera sido un faro en el campo -¡tan
estéril!- del derecho español, reducido a alcubillas, leguleyos,
engaña-payeses y ensucia-timbres. Juan lo hubiera iluminado con
nuevas conquistas. Hubiera trabajado entonces con igual fe que ahora, pero
con menor violencia y más éxito. Hubiera vivido entusiasmado
de su obra y hubiera batallado por ella batallas que buena falta nos hacen.
Pero ahora...
IV
Si atendieran padres y maestros a la vocación de los pequeños,
quedarían bien cerca de la realización las dos cosas más
interesantes del mundo:
La felicidad de los hombres.
El progreso de las ciencias y las industrias.
Nota:
1Está
extraído del libro 40 «Casos Vivos» de educación
infantil, páginas 94-100.