Adentrarse hacia lo nuevo y hacia el origen. Vivir más.
Salvador Paniker.
Abril de 1982.
Artículo de Salvador Paniker citado en la obra en catalán «Tercera Via» de Lluís Maria Xirinacs, escrita en el año 1982 y editada en el año 2012.
La Vanguardia. Domingo 9-lunes 10 de abril de 1982. Tribuna. Página 7.
Adentrarse hacia lo nuevo y hacia el origen.
Vivir más.
En 1950 había en el mundo 15 ordenadores electrónicos. Veinte años más tarde debía de haber ya unos cien mil. Después vino la revolución de la microelectrónica, los famosos microprocesadores que han colocado al Japón a la cabeza del mundo industrial tecnológico. Ya los viejos ordenadores de 1970 permitían realizar en unos segundos el trabajo que antes habría consumido toda la vida de un hombre; había máquinas capaces de resolver, en tres minutos, mil ecuaciones de mil incógnitas cada una. Es un ejemplo de cambio cualitativo. El ordenador electrónico dilata el tiempo; aparentemente, el hombre de la era de los ordenadores electrónicos puede vivir más que sus antepasados. Pero, ¿en qué consiste vivir más?
El señor Jean Jacques Servan-Shreiber ha explicado con su habitual entusiasmo e inteligencia el salto cualitativo dado por el Japón por la vía de una lógica económica de la informatización y de cara a la necesaria integración mundial. Pero este pueblo japonés que obedece sumisamente (por el momento) las órdenes de su Gobierno, que se agrupe en torno a la empresa y la familia, cuyas mujeres se someten sin rechistar a la voluntad de sus hombres, ese pueblo que trabaja seis días a la semana y apenas tiene ocho días de vacaciones al año, que está entrenado en una tremenda competitividad, casi en un estado de guerra permanente, posee un porcentaje elevadísimo de suicidios entre adolescentes. (Bien es cierto que el suicidio ritual de los orientales también conlleva otras dimensiones, incluso «religiosas».) En todo caso, este Japón industrial, donde el trabajador se retira a los cincuenta y cinco años, Japón materialista, con una casi inhumana ética del trabajo, adicto a los ritos, pero sin religión determinada, este Japón latentemente racista (los coreanos han sido durante años considerados casi como sus esclavos), con más de cien millones de habitantes en un espacio de tierra inferior al de España, este Japón informatizado, se nos antoja una colmena bastante patética. Cada mañana temprano, un inmenso ejército de hombres vestidos de idéntica manera —camisa blanca, corbata, una especie de gabardina de color antracita—, y que parecen salidos de un mismo molde, se dirige a los transportes colectivos. Al llegar el domingo, estos hombres están tan exhaustos que sólo piensan en quedarse en su casa durmiendo, a lo sumo viendo la televisión. Indiscutiblemente, el Japón tecnológico está mejor preparado que otros países para afrontar la crisis económica, pero al coste de tan grandes controles que uno difícilmente siente envidia.
En Occidente se está creando un mito japonés: paz sindical, «managers» inteligentes, buenas relaciones entre Gobierno y economía privada, consenso social, permanente reconversión industrial, reciclaje profesional, proyección hacia el futuro. Todo lo cual es parcialmente cierto. (No tanto ya, parece, lo de las buenas relaciones entre Gobierno y economía privada). Es muy complejo el modelo japonés. La indiscutible proyección hacia el futuro se produce en una sociedad rígida, jerarquizada, centralizada. Buena parte del éxito japonés se debe a su misma vulnerabilidad: Japón ha de importar un 90 por ciento de su energía, un 30 por ciento de sus alimentos. Japón no tiene alternativa: exportar o morir. Por el momento exporta.
Japón es un caso extraño y aislado, en muchos aspectos admirable; pero es un modelo no extrapolable, y posiblemente habrá servido de fase intermedia para la indispensable nueva autorregulación del mundo. Pero lo que sigue en pie es la cuestión fundamental. Bienvenidos sean los robots, a condición de que ellos nos liberen de las maldiciones bíblicas —o japonesas— y nos permitan recuperar el viejo individualismo griego, el gozo de las artes liberales, la fiesta neolítica, en suma, algo más que una magnificación del trabajo por el trabajo. En relación con todo esto, la famosa «contestación» de los años sesenta, que fueron años de irreverencia y fiesta (por mucho que de ello se haya hablado) sigue siendo relevante. Lo que entonces comenzó a cuestionarse fueron los supuestos mismos de la lógica occidental (que al fin y al cabo Japón ha importado), la desfachatez de su etnocentrismo, el aspecto nefasto del colonialismo blanco, destructor de ecosistemas y de sabidurías. Los supuestos que se sometieron a crítica eran los del economicismo, la primacía de la razón unilateral, el mito del desarrollo ilimitado —una manifestación del «falso infinito», que hubiera dicho Hegel—.
Naturalmente, todo esto no significa ponerse de espaldas a la revolución electrónica, cuyo poder liiberador es indiscutible. Pienso en el día en que se puedan instalar en todos los hogares micro-ordenadores del tamaño de un libro, con una inmensa capacidad de ordenamiento de datos, y para uso de todo el mundo. Lo que ocurre es que la liberación ha de inscribirse en un nuevo «pathos» de la creatividad y en una superación de la dualidad ocio/trabajo. Ocurre que es todo el sistema productivo, con su correspondiente modelo de sociedad, el que hay que revisar. Posiblemente el futuro apunte hacia una mayor flexibilidad, particularmente en lo que hace el tiempo (y al concepto) de trabajo. Suscribu la siguiente frase: «Todo proyecto de sociedad que propone a las gentes consagrar 40 horas por semana a un trabajo, en el peor de los casos odiado, y en el mejor monótono, realizado por obligación, sólo para ganar el sustento, y deseando siempre que llegue la hora de la salida, no es un proyecto de existencia sino un «planing» de acuartelamiento» (Guy Aznar, Tous a mi temps, ou le scénario bleu).
Evidentemente la situación no cambia mucho si en vez de 40 horas se trabajan 35. Guy Aznar, que se muestra bastante escéptico sobre los efectos de los robots, propone un «trabajo a mitad de tiempo». Una mitad para lo obligatorio y monótono, otra mitad para lo implicante y creador; una mitad para las exigencias de «la gran escala», y otra mitad para lo artesanal y pequeño. Es una propuesta.
A mi juicio, lo importante es alcanzar el concepto de lo retroprogresivo. Si la revolución electrónica no consigue aproximar al hombre a su origen, no sirve para nada. Si la sociedad postindustrial no consigue recuperar las virtudes de las sociedades preindustriales (sin pagar el coste que ellas pagaron), no sirve para nada. Al fin y al cabo, aunque se haya pisado la Luna, la gente sigue muriendo, y lo que es más grave, muriendo con angustia. Los contestatarios de los años sesenta comprendieron que la vida no puede vivirse sin ritmo, sin fiesta y sin danza. Shiva es, en la India, el dios de la danza. También es el dios destructor. (La ambivalencia ha sido allí muy preservada). La danza se opone a la mecanización de la vida. Nuestro déficit más genuino es entonces un déficit de ambivalencia, de creatividad y mística. Lo que hoy está en juego es la aproximación a la otra cara de la lucidez, la música de fondo; vivir sin ansiedad, recuperar el ritmo, morir sin aspavientos; todo lo cual es posible como culminación de nuestro mismo proceso crítico. Cuando le anunciaron a Wittgenstein que sólo le quedaba vida para una semana, él se limitó a comentar tranquilamente: good.
Preguntábamos en qué consiste vivir más. Pues bien; vivir más consiste en adentrarse simultáneamente hacia lo nuevo y hacia el origen, dilatar la franja de ambivalencia, recuperar la fiesta, hacer las cosas por el gusto mismo de hacerlas, suprimir la anestesia (ideológica), atajar la inflación de signos que ya no significan nada, cobrarle un nuevo gusto a lo difícil; sustituir el mito abstracto del progreso por la noción más sutil de retroprogreso.
Salvador Paniker.